Época: Alfonso XIII
Inicio: Año 1917
Fin: Año 1923

Antecedente:
La crisis de la monarquía constitucional

(C) Genoveva García Queipo de Llano



Comentario

En el momento de abordar el problema marroquí, que tanta importancia tuvo en la política española, es necesario partir de un planteamiento de carácter general que explique el tipo de colonialismo que España llevaba a cabo en el norte de África. Sólo así llegarán a entenderse sus peligros hasta culminar en el llamado desastre de Annual.
Tras 1898 la acción colonial española se redujo tan sólo a África y en ella su presencia fue decreciente y escasamente remuneradora. Aunque Marruecos era una monarquía en teoría independiente, con instituciones propias, lo cierto es que apenas era controlada por la autoridad política del sultán. Por su posición estratégica, que permitía el control del Estrecho de Gibraltar, le interesaba a alguna de las grandes potencias europeas, en especial Inglaterra, Francia y Alemania. Fueron las dos primeras las más activas en la zona, pero sobre todo Francia. En la Conferencia de Algeciras del año 1906 se reconoció la libertad de iniciativa económica en la zona, pero también un predominio político en ella de franceses y españoles. La implantación de un efectivo dominio español sobre la zona que le correspondía fue lenta y siempre se produjo tras una previa iniciativa francesa. En general, desde el país vecino siempre se pensó que el nuestro era inepto para la colonización y que no sabía sacar partido de la explotación económica. Sucesivos acuerdos entre españoles y franceses redujeron la zona de influencia de nuestro país a tan sólo 45.000 kilómetros cuadrados. Antes de la Primera Guerra Mundial, la posición española en el entorno de Melilla fue ampliada hasta la Restinga y las Minas del Rif. Tras los incidentes de 1909 -que supusieron el desplazamiento de un Ejército de 40.000 hombres y 2.000 muertos- lo más decisivo fue la ampliación del dominio efectivo español en la zona occidental con ocupación de Larache, pero desde la guerra mundial apenas si se amplió el terreno controlado por el ejército español. Un nuevo tratado suscrito en el año 1912 supuso la aceptación por parte española de la internacionalización de Tánger -la ciudad clave del Estrecho- y de la negativa a fortificar la costa. Mientras tanto, la penetración española apenas si había modernizado sus planteamientos. España, por ejemplo, tardó en utilizar tropas indígenas como hicieron los otros países colonizadores.

Tras estos antecedentes históricos, podemos examinar ahora las peculiaridades de la presencia española en Marruecos. La zona española era tan sólo una vigésima parte de la francesa, con menos del 10% de la población. Carecía de una agricultura rica y su complicada geografía la hacía difícil de penetrar, tanto con unos propósitos pacíficos como bélicos. La zona montañosa del interior estaba poblada por beréberes organizados en clanes y dedicados a un sistema de vida que conllevaba, de forma permanente, la utilización de las armas y la guerrilla. Contra ellos, el ejército español contaba principalmente con reclutas que desconocían el terreno, poco preparados para cualquier tipo de combate, en especial para la guerrilla, y que tenían un nulo interés por la expansión colonial. La guerra fue siempre muy impopular y los políticos de ningún modo pudieron ignorarlo. Fueron pocos los profesionales de la política de uno u otro signo propicios a la expansión colonial, incluso entre los sectores más conservadores. Los mauristas, por ejemplo, no querían pasar de la costa y los liberales siempre pretendieron evitar al máximo los combates bélicos, conscientes de la impopularidad absoluta de la empresa.

El problema era que el tipo de vida de los indígenas y la existencia de una propensión a la guerra santa por su parte hacían inevitables bruscos ataques por sorpresa a las tropas regulares españolas. Los combates se limitaban a pequeñas emboscadas y constante tiroteo, pero de esta situación habitual podía derivar otra de descomposición psicológica que produjera el derrumbe del frente. Si, a pesar de ello, la clase política optó por permanecer en el norte de África la razón derivó de una mezcla entre el orgullo nacional y la necesidad de aceptar la responsabilidad atribuida por el resto de las potencias, que hacía inevitable intentar asumir una tarea muy ingrata. Los políticos españoles no se atrevieron al abandono total, pero tampoco tuvieron ninguna prisa en llevar a cabo la ocupación completa, aunque la permanencia en tan sólo la línea costera se descubrió como una imposibilidad total a medio plazo, porque desde ella siempre se hostilizó a las posiciones españolas. Los gastos de la colonización siempre fueron muy altos para el presupuesto español; en cambio, las ventajas económicas conseguidas fueron siempre escasas. Las Minas del Rif proporcionaban un mineral de escasa calidad que era en su totalidad exportado.

En el verano de 1919 el general Dámaso Berenguer, un militar inteligente y de alta capacidad técnica, trató de seguir una política de penetración lenta pero resuelta con una utilización sólo circunstancial de la fuerza. Esta estrategia triunfó ampliamente en la zona occidental pero en la oriental, separada por una amplia comarca en la que no existía el menor control por parte española, el mucho menos prudente general Silvestre actuaba con una absoluta autonomía, con imprudencia y excesivos riesgos.

En esa zona oriental se daba la circunstancia de que el líder indígena no era simplemente un jefe más de clan sino un precursor del posterior nacionalismo como Abd-el-Krim. Entre los años 1919 y 1921, Silvestre había conseguido duplicar el territorio controlado por los españoles en torno a Melilla, para satisfacción de sus mandos superiores y de la propia opinión española. Sin embargo, este éxito y el deseo todavía mayor de obtener una victoria resolutiva le condujeron a una insensata imprudencia. Su exceso de agresividad provocó la reacción de los rifeños y, a mediados del mes de julio de 1921, fueron atacados los puestos españoles de Annual e Igueriben. La ofensiva inesperada de los indígenas concluyó en una desbandada general del Ejército español en dirección a Melilla. Las tropas españolas estaban dispersas en un frente muy extenso con un número de posiciones muy elevado y con graves problemas de aprovisionamiento. Las unidades estaban mal pertrechadas, lo que había hecho crecer el sentimiento de protesta en contra de los políticos parlamentarios, que parecían considerar sencillo someter a una población indígena muy agresiva sin conceder los medios imprescindibles. El derrumbamiento del frente tuvo como consecuencia la pérdida en tan sólo unos días de lo conseguido con graves dificultades durante años. No sólo el general Silvestre murió sino también otros 10.000 soldados.

Sin embargo, después del desastre, el restablecimiento de la situación militar no fue una empresa demasiado difícil. La rápida llegada de los refuerzos desde la Península permitió que en octubre de 1921 se recuperara la línea del año 1909 en la zona de Melilla. El inconveniente fue que debió emplearse una elevadísima cantidad de hombres con los gastos consiguientes. Desde el punto de vista militar, las consecuencias del desastre fueron varias. En primer lugar, se pasó del deseo de lograr una sumisión a base del empleo discreto de la fuerza a una resistencia a utilizar esta última. Eso tuvo como consecuencia el deseo, expresado por muchos de los dirigentes políticos, de llegar a un protectorado civil, lo que indicaba la voluntad de evitar la confrontación militar. A comienzos del año 1923 la situación en la Yebala (es decir, el Este del Protectorado) era la misma que antes de producirse el desastre, aunque a costa de una presencia muy numerosa de tropas españolas. En febrero de 1923 por vez primera un civil, Luis Silvela, se hizo cargo del Alto Comisariado español en Marruecos.

Pero lo más grave del desastre en Marruecos fueron sus consecuencias políticas, porque un sistema ya criticado con frecuencia ofreció nuevos motivos de protesta y discordia que contribuyeron a su definitivo colapso. El Ejército se dividió aún más en dos vertientes antagónicas, la de los africanistas y los peninsulares, pero sobre todo se irritó especialmente en contra de los políticos profesionales. La impopularidad de la guerra exasperó a las clases humildes en contra del sistema. El propio Alfonso XIII fue acusado por su supuesta responsabilidad en los sucesos. Los partidos políticos de la Restauración se enzarzaron en una violenta disputa en torno a las responsabilidades. Se achacó a parte de los políticos conservadores lo sucedido y la polémica sobre las responsabilidades agrió las relaciones entre los partidos del turno. En definitiva, el tema de Marruecos se convirtió en un factor de descomposición política.

Como en otras ocasiones anteriores el Rey hubo de recurrir, ante las circunstancias, a un gobierno presidido por Antonio Maura, del que formaron parte todos los grupos políticos de la Restauración con la excepción de la extrema izquierda liberal. Sin embargo, este gobierno, que duró hasta comienzos del año 1922, estuvo profundamente dividido en su interior entre quienes deseaban una intervención más decidida en Marruecos y aquellos otros, como Cambó, que querían limitar al máximo las obligaciones españolas en Marruecos. El propio hecho de que la situación militar se encarrilara rápidamente, permitió que se acentuaran las diferencias internas respecto a la política a seguir en el futuro.

En consecuencia, acabó por formarse un nuevo gobierno presidido por Sánchez Guerra, el heredero de Dato en la jefatura del partido conservador. El Presidente hizo dimitir a Martínez Anido del gobierno civil de Barcelona, pero la cuestión de responsabilidades que afectaba de manera tan directa a su partido acabó por hacer inviable su gabinete.